“Da lo que tienes para
que merezcas recibir lo que te falta”.
(Agustín de Hipona)
La porción de la cosecha es la medida de la siembra.
Con
el paso del tiempo he ido comprendiendo
que la
vida es una constante siembra en la que el ser humano cada día recoge
los frutos de lo
que ha sembrado en sus días pasados. De
manera especial las relaciones interpersonales, con Dios y consigo
mismo son una siembra permanente en la que podemos ver los
frutos de lo que hemos sembrado y cultivado;
al respecto me impacta un verso
de la Biblia en la segunda carta de Pablo a los Corintios que
dice: “El que siembra escasamente,
también segará escasamente; y el que siembra
generosamente, generosamente
también segará”; por eso lo
que damos a otros a nosotros nos lo damos; y lo que negamos a los demás, a
nosotros nos lo negamos.
Cada vez que dedicamos tiempo estamos sembrando. Dedicar tiempo a
Dios es sembrar en nuestra
vida de fe, dedicar tiempo a las
personas es cultivar las relaciones interpersonales, dedicarnos tiempo para nosotros
mismos es cultivar nuestro desarrollo personal.
En
las relaciones interpersonales el tiempo que dedicamos a otras personas para
escucharlas, saludarlas e interesarnos
por ellas es una siembra que
fortalece la relación, que
permite cultivar en el corazón de la
otra persona un valor trascendental
mediante el cual podremos recoger los frutos en cualquier momento de la
vida.
Muchas
veces servimos a otras personas o damos
una ayuda desinteresada a alguien sin recibir
nada a cambio y erróneamente
podemos pensar que no tiene ningún significado lo que hemos hecho; no obstante, todo lo que hacemos tiene
que ver con el proceso de causa efecto,
si damos a otros nos damos a nosotros
mismos, porque lo que compartimos
nos produce frutos espirituales y
materiales, por algo dice también la
Biblia en el libro de los Hechos: “Hay
más alegría en dar que en recibir”.
En
el mismo sentido aplica esta ley espiritual con el efecto contrario,
cuando somos mezquinos recibimos mezquindad, el mal que hacemos a otros es el
mal que nos hacemos, lo que le quitamos
a otros no lo quitamos a nosotros mismos porque así serán
lo frutos que vamos a
recoger.
El
bien que recibimos en esta vida y el gozo de disfrutar el bien recibido, es el
fruto de lo que sembramos y
cultivamos día a día, y este principio no tiene atajos, como el campesino que no puede exigirle
tomates a un árbol que no ha sembrado y regado, nadie puede exigirle los frutos a una relación que no ha cultivado,
equivocadamente muchas veces buscamos
recibir sin dar, y esto es tan
ilógico como decirle a una planta que
cuando nos dé frutos entonces
la sembramos y la regamos, ¿Tendría
sentido pretender que ella nos dé frutos y después sembrarla y cuidarla?
En el campo de la fe Dios nos da el mayor
ejemplo, él nos amó primero y no porque nosotros le hayamos amado primer a él, pero si no le amamos y cultivamos nuestra
relación con El, no podemos experimentar
el gozo de su amor y los bienes de una
vida abundante que se experimentan
mediante una estrecha relación de
fe con El, es decir si no regamos el árbol no podemos saborear los frutos que este nos ofrece.
Quizás esté pensando que ha servido a
muchas personas y estas nunca le sirven a usted, que usted hace el bien
a alguien y esta persona no le trata igual. Permítame decirle que el principio no se ha dejado de
cumplir y usted no ha perdido su siembra.
¿Alguna vez ha
recibido un bien, una ayuda o
servicio de alguien que no conoce, de
alguien que sin usted esperar le ha
permitido recibir los frutos de un árbol
que no ha sembrado? Pues justamente esos
frutos son los frutos de lo que usted ha sembrado en otros, porque de esta manera opera la abundancia del bien,
de esta manera es como circulan los frutos, pues si solo sirviéramos,
ayudáramos o compartiéramos con los que nos
sirven, ayudan o comparten con nosotros viviríamos en un círculo
cerrado, la abundancia de los bienes
estaría limitada y encerrada.